LOS CORTANTES

 


De pie, Ismael. Sentado, Prospero. (Foto M Carbó.)


Todavía se encuentran los gorriones acurrucados en las ramas secas de la bardera, cuando se oye movimiento en casa de Próspero.

El día se presenta movido, hasta ocho papeletas han sido entregadas para hoy.

En el rincón del patio le espera el cajón con las herramientas. Cuchillos y astral, recién vaciados con maestría en la rueda de arena por Miguel Francisco, el herrero.

Cajón al hombro y tenazas en ristre, va al encuentro de Ismael que, como él, tomó el relevo de cortante que la familia tiene dos generaciones atrás.

Animado el cuerpo, echado el anís, se llega al corral. La hora de la verdad ha sonado.

La puerta de la choza cruje.

El gancho tenso en la mano fuerte arranca los gritos del cerdo al clavarse con acierto en la papada del animal.

Manos rudas ayudarán presto a echarlo sobre el banco que han colocado. Tumbado ya sobre el lado derecho, los hombres de la casa sujetan las patas traseras y el rabo, mientras Ismael atenaza las manos delanteras, bien abiertas, preparando el camino para el sacrificio.
Desclavar el gancho y volverlo a clavar en su sitio, la parte ancha en la pierna de Próspero. Con mano firme, el cuchillo de degollar abre el camino hacia el corazón, haciendo brotar un chorro caliente que recoge en una terriza la dueña de la casa. Sus femeninas manos exprimen sin cesar la sangre que sale para que no se cuaje.

   
 


Las últimas garriadas del cuto son alumbradas por el resplandor de las aliagas encendidas por el amo. Las tenazas de mango largo, convertidas en antorchas, lo socarran comenzando por la parte trasera. Sin miedo a chamuscarse, el cazo acude rápido y enérgico a rascar la piel quemada llena de ampollas, primero un lado, luego el otro.

Ya la dueña ha traído calderos humeantes que mezclará en el balde de zinc, donde esperan los jarros de tierra.

El rallo, remojado con un chorrico de agua bien caliente, pequeño pero constante, lavará la piel. El cuchillo ancho, la afeitará.

Un trozo de oreja y el rabo esperan sobre las parrillas, acompañados de un trago de vino con el porrón, serán reconstituyente para todos. Sin tiempo que perder con el gancho sujeto a los nervios de las patas traseras levantan al animal con la soga hasta el techo.

Comienza la labor de despiazar rayando, por detrás, a ambos lados del esquinazo y, por delante, marcando y sacando la tripera con mucho cuidado para no reventar las tripas. Sacadas éstas y dispuestas sobre el mantel de lienzo para espartirlas, buscan y cortan la hiel, el hígado, los livianos con el garganchón y la lengua,... dejando libre el camino para tarjear con la astral las costillas junto al esquinazo y, con el cuchillo de deshacer, separar las diferentes piezas: costillares, delanteros, jamones,... que irán buscando el refugio cálido de las canastas, cubiertas de lienzo. Tarjear el esquinazo así como la cabeza (si lo quiere la dueña) será el remate de la faena.

Las muestras, envueltas en la papeleta para que las analice el veterinario.

La última galletica, el cajón al hombro, el banco y... a otro corral.

Así cada día, de Noviembre a Febrero. Se llegaron a contabilizar 200 cerdos, porque algunas familias hacían dos ó tres matanzas, lo que era el puntal de la despensa a lo largo del año. Pronto pasará a ser un reclamo turístico.

Tal como me lo contó Próspero, os lo cuento.

Guillermo Villanueva Roche

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