Aquella mañana, fresca como casi todas las de otoño, aún no clareaba.
A la penumbra del candil, en las casas, se vivía la zaragata de los
preparativos.
Como ya "flojaba" el azafrán, sólo la madre, alguna chica y una
cogedora irían a por la rosa.
Todos los demás preparaban sus facinos y cestos arroberos, ponían la
albardía al macho y sobre ella cuatro banastos o dos covanos y
... "ARREANDO pal campo".
Camino del Cerromedio o del Campumor recibían el día.
En esas zonas, el verdor de las cepas diferenciaba el término de lo
amarillento de los rastrojos o el pardo de las sementeras.
Llegando a la viña, ataviados por zagones, cada uno se haría cargo de
un palo hasta tener suficiente para preparar una carga que, bien sujeta a las
samugas por las sogas, haría decir: "nueve arrobas en el macho y tira
palante".
El padre sería el encargado de volver al pueblo con el macho. Los otros
seguirían cogiendo a su ritmo.
Sería difícil competir con el "tío Pedrico, el tío Hipólito, el tío
Saturnino Fleta" y otros que alcanzaron merecida fama de buenos
vendemadores.
Ya picaba el sol cuando regresaban las primeras cargas.
El mosto rezumaba por las ranuras del mimbre mientras esperaban en la
pesadera.
Hecha la pesada, raya en la pared y a volcar.
La garnacha y el negralejo, la royal y la crebatenaja, o el
moscatel y el
cojón del gato, forman un variopinto colorido en el trujal a veces
familiar y otras comunal, como el de "la tía
Cirila" al que acudían hasta veinte o más aparceros.
Allí espera una laboriosa faena que os contaré en otra ocasión.
Guillermo
Villanueva
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